Algunas mañanas salgo a caminar con la esperanza pronta de encontrar un cambio radical a mis rutinas, un quiebre a la monotonía diaria, a la insuficiencia espiritual.
Las calles son como refugios de mis soledades, y la gente, tan cercana y lejana a la vez se convierte en un solo rostro desesperado. No hay miradas, no hay sonrisas, sólo indiferencia.
El fugaz apuro del nuevo tiempo contrasta con mi breve paso entre renglón y renglón de mi deportivo matutino y el café se detiene en mi boca como un siglo, dejando su gusto perpetrado en mis sentidos.
La ventana del bar de la esquina, alumbra un mundo de leones, de salvajismo, soledades y amores que no serán. Tomo coraje y pido la cuenta, las noticias ya fueron repasadas, el mundo sigue igual de mal, los títulos cambian pero los problemas son los mismos, es la hora de las fieras, de convertirse en predador furtivo y acelerar el camino de autodestrucción en pos de una mejor economía, una más alta reputación social y por supuesto una belleza que uno nunca sabe donde ni cuando, pero que en alguna esquina, en algún café o simplemente en la soledad del banco de una plaza, puede cruzar su destino con el mío y sentir que se conjugan el frío y el verano en una mirada.
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